¿Por qué Egipto? (2/3)
En la
entrada anterior, di algunos de los motivos que originaron mi interés por el
Egipto faraónico, y lo basaba, especialmente, en unas cuestiones materiales, y
en una novela de ficción. A pesar de que ese fuera el inicio, no cabe duda de que,
sin la actuación y el estudio de los egiptólogos, no hubiese sido posible el
conocimiento de la vida, usos, y costumbres del antiguo reino de las orillas de
El Nilo. Hubiésemos tenido unas ruinas, y unos monumentos, pero sin una
vinculación con los hombres y mujeres que los construyeron, y les dieron
sentido. Por esta razón, creo que en estas páginas debe ser obligatorio rendir
un homenaje a los que hicieron posible el
conocimiento de esa civilización.
Creo
innegable que la Piedra Roseta, y, más concretamente, su utilidad como
“traductor”, marca un hito que divide en dos épocas del conocimiento de la
historia. Cambia la forma de aproximarse a esa civilización faraónica al posibilitar
la comprensión del idioma utilizado por los egipcios de la época, siendo la
herramienta que nos acercó a un pueblo que tenía pasión por la exactitud, y que
dejaba constancia escrita de todos sus quehaceres. Varió completamente los
conceptos pasando de un coleccionismo por su antigüedad y exotismo, no exento
de rapiña, a un deseo de conocer las realidades, pensamientos, y civilización
de una época muy importante de la humanidad. Es decir, marcó las diferencias
entre (salvo honrosas excepciones) los buscadores de tesoros y aventuras, y los estudiosos del antiguo Egipto.
Por la
limitación de espacio, en este capítulo sólo me podré referir a algunos de los
que se interesaron por la historia más antigua de ese país, y que fueron
contemporáneos de la época faraónica. No olvidemos que entre el tiempo pre
dinástico y la última reina pasaron aproximadamente 4.000 años, y que nuestra
era va por el año 2020.
Se
puede considerar como el primer interesado en el estudio de su arte y cultura al
cuarto de los hijos de Ramsés II, llamado Khaenwase (dato obtenido por
gentileza de Julio Cuesta), que, entre otras cuestiones, restauró las grandes
pirámides de la meseta de Gizeh.
Qué
duda cabe que Herodoto, el considerado padre de la historia, jugó un papel
importante en el descubrimiento por parte del mundo occidental de aquellos años
de la civilización egipcia. Ciertamente,
fabuló sobre ella, como era habitual entonces, y da por cierta una
versión sobre el carácter de Keops y la construcción de su gran pirámide,
describiendo las técnicas de construcción de la misma. Acuñó la definición más
acertada del país, que sigue vigente en la realidad actual: “Egipto es un don
de El Nilo”.
Cabe
decir que, en su tiempo, y por confortaciones con otras escuelas filosóficas, fue
desacreditado, y tratado de fabulista, siendo rehabilitado, y considerado otra
vez como historiador creíble, en El Renacimiento
Alejando
Magno también mostró su interés por el país, y en su incursión hacia Oriente
estuvo allí, e, incluso, al igual que a los Faraones, se le consideró un ser
divino, y se le erigieron templos. Tras su muerte, algunos de sus generales
volvieron al país, estableciendo una época, y unas nuevas técnicas de
construcción y ornamentación, conocidas como el periodo helenístico,
estableciendo la dinastía la Ptolemaica, que transcurrió desde el año 305 a.c.
hasta el 30 d.c., con la muerte de su última reina Cleopatra, y su anexión al
Imperio Romano. Durante esta postrera dinastía se reconstruyeron infinidad de
templos en el llamado estilo ptolemaico, como los de Edfú o Filae.
Ptoloméo
II encargó a Mametom una historia del pueblo egipcio para conocer mejor la historia
del pueblo que gobernaba, encargo que realizó y plasmó en su libro Aegyptiae.
Desgraciadamente,
esta obra se perdió, y solo quedan pequeños fragmentos, recogidos por
historiadores cristianos del siglo VIII. Sin embargo, Josepho, en su afán de
documentar la antigüedad del pueblo judío, rescató un capítulo entero, en el
que identifica a los judíos con los hicsos, al ser ambos de la misma zona
geográfica, que reinaron durante el
Segundo periodo intermedio dinastías XV y XVI.
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